Sylvia Plath nació en 1932, era hija del entomólogo y profesor universitario
Otto Plath y de Aurelia Schober Plath. Fue una alumna brillante y una poeta
precoz.
A los ocho años publicó su primer poema y, antes de
los veinte, había escrito y publicado más de cincuenta cuentos en revistas
literarias. Junto a su amiga Anne Sexton, se la considera la mayor
representante de la poesía confesional. En mi opinión, ella está un escalón más
arriba.
A principios de los años sesenta del siglo pasado, la
poesía de Plath, basada en sus propias experiencias de vida, se vuelve poderosa
y bella. Pero su vida, en apariencia la de una típica estadounidense rubia,
bonita y sonriente, iba al desastre.
Su matrimonio con el poeta Ted Hugues, con el que
tuvo dos hijos, la complicó más. Buena madre pero demasiado sensible como para
soportar infidelidades, sus depresiones se agudizaron. Desde el fin de la
adolescencia había sufrido de crisis graves que obligaron a internarla. Las
crisis se agravaron, siguieron internándola y dándole terapia de electroshock,
bestialidad de moda en esos años de mitad del siglo 20.
Terminó separada de Ted y una noche no pudo más. De
manera perfecta, con una preocupación y amor por el otro que se mantuvo hasta
en sus horas más angustiosas, paso a paso, sin dejar margen al error que
perjudicara a alguien más, fue haciendo esto: Sobre la mesa de luz del
dormitorio de sus hijos, les dejó un vaso de leche y pan cortado; selló con
cinta de embalaje todas las aberturas de la puerta del dormitorio; escribió una
nota que, al entrar en las primeras horas de la mañana, vería la señora
encargada de la casa. La nota decía: "Llame al doctor". Luego, como
lo hizo con la puerta del dormitorio de sus hijos, selló la puerta y la ventana
de la cocina. Encendió el gas, abrió la puerta del horno, metió la cabeza
adentro.
De ese modo se suicidó una de las más grandes poetas
de la literatura estadounidense. Mi poeta favorita. Por si a alguien le
interesa, agrego que Sylvia tenía 31 años cuando se mató.